
Como muchos, me animé a probar Windows 8 apenas estuvo disponible. Lo instalé en una partición junto a mi querido Ubuntu, con más curiosidad que expectativa.
La primera impresión: todo es cuadrado. Microsoft decidió apostar fuerte por la interfaz “Metro” (ahora llamada “Modern UI”) y eliminó algo tan básico como el botón de inicio. Sí, el mismísimo botón de inicio. En su lugar: mosaicos, gestos, y un arranque directo a una pantalla más parecida a un menú de tablet que a un escritorio.
Lo que me gustó:
- El sistema arranca rápido.
- Mejoras de rendimiento notables comparado con Windows 7.
- Algunas apps nativas (como el visor de fotos) son muy fluidas.
Lo que no me convenció:
- La falta de coherencia entre la interfaz nueva y la tradicional.
- Tener que “adivinar” cómo cerrar una aplicación moderna (spoiler: arrastrarla hacia abajo).
- Configuraciones duplicadas entre el “Panel de control clásico” y el “nuevo menú de configuración”.
¿Y comparado con Linux?
Mientras Windows 8 trata de reinventar la rueda, Ubuntu sigue su camino firme con Unity. Aunque también es una interfaz discutida, ya me he acostumbrado a su barra lateral, la búsqueda rápida con Dash, y su integración con el sistema.
Ubuntu me da flexibilidad, control y una comunidad que responde. No necesitaba gestos ni mosaicos para sentir que estoy en casa.
Conclusión:
Windows 8 tiene buenas ideas… mal presentadas. Demasiado táctil, demasiado cambio de golpe. Terminé usándolo un par de semanas por curiosidad, pero luego volví a iniciar Ubuntu casi siempre.
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